Ya llevamos días preparando la visita: hemos estado
viendo unas cuantas de las películas que forman parte del famoso estudio de
animación. Son muy diferentes de las películas a las que estamos acostumbrados
en occidente, pero no por ello han dejado de gustarnos. Lo que más nos llama la
atención son la calidad de sus dibujos y las melodías de sus bandas sonoras; te
transportan realmente a mundos de ensueño. No son las típicas películas en las que los protagonistas son guapos, listos o extraordinariamente valientes. Son niños normales a los que les pasan cosas extraordinarias. No encasillan a nadie ni te empujan a la perfección.
A los niños les han encantado y cuando les hablamos de ir a visitar el museo se muestran muy interesados. Si tuviéramos que quedarnos con una película sería la de Mi vecino Totoro, quizá la más emblemática de todas. Nuestros peques sólo piensan en conocer a Totoro y subirse al gatobus.
A los niños les han encantado y cuando les hablamos de ir a visitar el museo se muestran muy interesados. Si tuviéramos que quedarnos con una película sería la de Mi vecino Totoro, quizá la más emblemática de todas. Nuestros peques sólo piensan en conocer a Totoro y subirse al gatobus.
Pero llegar hasta el museo no es nada fácil y la
visita nos supone invertir la práctica totalidad del día. Se encuentra en el
parque Inokashira, en el barrio de Mitaka, lejos del centro de la ciudad de
Tokio. Para llegar hasta él nos toca recorrer la extensa red de trenes hasta
alcanzar la línea Sobu y bajarnos en la estación de JR Mitaka (tardamos más de
una hora). Después nos toca caminar un tramo de unos 20 minutos hasta llegar al
museo; el paseo es bonito y tranquilo y no se nos hace pesado. El barrio de Mitaka es un barrio residencial lleno de casas y,
como no tenemos prisa, no se nos hace largo ni pesado. El día aguanta: nublado
(para variar) pero no llueve. Cuando nos acercamos al museo nos sorprende ver grupos
de abuelos haciendo unas animadas clases de tenis, mientras un precioso cartel
nos indique que el parque está ya cerca y que vamos en la dirección correcta.
Tampoco ha sido fácil conseguir las entradas. Y es
que no se pueden comprar en ventanilla. Se compran por anticipado y sólo son válidas
para un día concreto. Como nosotros hace tiempo que preparamos el viaje ya lo sabíamos
y las reservamos desde España hace meses. ¿Hace meses? ¡Qué exagerados! Pues no.
De eso nada. Si quieres ir al museo las tienes que reservar con 3 meses de
antelación (al menos es la forma como las conseguimos). Y además no sirve hacerlo
de forma aproximada: si decides ir el 18 de Julio las tienes que reservar el 18
de abril. Así va el tema. Si no, te quedas sin entradas. Además, tanto para hacer la reserva como luego para
poder entrar tienes que enseñar el pasaporte. Y no son nada baratas (80 euros
los 4). Tela marinera. Nos consolamos pensando que si cuesta tanto conseguirlas
es porque lo que hacen es cribar a la gente para que puedan visitar el museo de
forma más placentera en grupos reducidos. ¡Y una leche! ¿Grupos reducidos? ¿Qué
es eso? La cola que nos encontramos al llegar es de órdago. “¡Pero si nosotros
ya tenemos la entrada!” – le decimos a un empleado. Claro. Como todos los demás.
Ya vemos que la visita va a ser algo movidita. Para variar.
Justo al
entrar nos encontramos con una enorme figura de Totoro, uno de los personajes
más emblemáticos del estudio Ghibli. Es imposible no esbozar una sonrisa nada
más verlo. Ya podemos ver la enorme y espectacular casa – museo. Nuestras
preocupaciones por la cola se esfuman rápido. La cola avanza deprisa. Son más
de las 11:00 hrs y se confirma que pasaremos el día allí. ¡Hay tanto que ver! A
medida que vamos entrando en la casa nos invade la sensación de que estamos dentro
de una historia de animación: puertas pequeñas que sólo pueden ser cruzadas por
niños, paredes curvas que crean una atmosfera única, escaleras de caracol,
ascensores de otros tiempos, pasarelas, … Realmente es como entrar a un mundo
de ensueño.
Aviso. No se pueden hacer fotos dentro.
Empezamos visitando la planta baja. Allí hay una de sus exhibiciones permanentes: una enorme sala donde se nos enseña como se las ingeniaban para hacer que los dibujos cobraran vida. Con una serie de paneles y cajas con múltiples dibujos y mediante el empleo de efectos estroboscópicos, vemos como las imágenes cobran vida. Es realmente mágico. Nuestros niños flipan. Y nosotros también. La sala también muestra diferentes cámaras de proyección y te enseñan cómo se mostraban las imágenes en las salas de cine antes de la llegada de la época digital. Es alucinante ver una diminuta imagen de un dibujo proyectada en movimiento y a gran escala en la pared de enfrente. Es como viajar al pasado.
Empezamos visitando la planta baja. Allí hay una de sus exhibiciones permanentes: una enorme sala donde se nos enseña como se las ingeniaban para hacer que los dibujos cobraran vida. Con una serie de paneles y cajas con múltiples dibujos y mediante el empleo de efectos estroboscópicos, vemos como las imágenes cobran vida. Es realmente mágico. Nuestros niños flipan. Y nosotros también. La sala también muestra diferentes cámaras de proyección y te enseñan cómo se mostraban las imágenes en las salas de cine antes de la llegada de la época digital. Es alucinante ver una diminuta imagen de un dibujo proyectada en movimiento y a gran escala en la pared de enfrente. Es como viajar al pasado.
Al salir de
la sala nos dirigimos a la sala de cine. Sí, tienen una. Es la sala Saturno con
capacidad para unas cien personas. En esta sala proyectan cortos distintos,
realizados por Hayao Miyazaki y son exclusivos para el museo (no los puedes ver
en otra parte). Hacen proyecciones cada media hora. Como hay tanta gente
decidimos ponernos enfrente de la puerta de la sala de cine a hacer cola con
suficiente antelación (unos veinte minutos). En nada ya tenemos gentío detrás.
Conseguimos entrar los primeros y nos situamos en primera fila, expectantes.
Hemos visto un cartel a la entrada indicando la proyección del día y se trata
ni más ni menos que del corto de Mei y el gatobús, toda una primicia. El
corto nos transporta rápidamente a la película de Totoro, con los mismos
personajes y la misma banda sonora: en él, Mei se encuentra con un pequeño
gatobús del que no tarda en hacerse amiga con ayuda de un caramelo. No tardarán
en emprender un mágico viaje a las profundidades del bosque a encontrarse con
otros gatobuses y con su antiguo vecino: Totoro. La película es muy visual y
casi no hay idioma, por lo que no nos cuesta seguirla a pesar de que está en
japonés (no hay subtítulos). Dura unos diez minutos y se pasa en un suspiro.
¡Un pasote!
Después
subimos a las plantas superiores para proseguir la visita del museo. Subimos
por la escalera de caracol (sólo es de subida) y nos plantamos en otra de sus
exposiciones permanentes: la recreación del estudio donde Hayao Miyazaki trabajaba.
Está todo recreado con total fidelidad: mesas, libros, estanterías, lápices,
pinturas, acuarelas y centenares de bocetos de sus animaciones y películas más
famosas por todas partes. Hay magia en todas partes.
Después nos
damos cuenta de que empezamos a tener hambre y decidimos comer en la cafetería
del museo (son casi las 14:00 hrs). Hay gente por todas partes, pero con un
poco de paciencia y de mano dura de Fani conseguimos sentarnos en una mesita en
la terraza exterior con unos frankfurts, unas patatas fritas y agua fresca. Es hora
de cargar pilas.
Nuestra
siguiente parada es una sala de exhibición temporal. En ella se nos muestra a
través de dibujos que recrean escenas de las películas del estudio, como se
tratan las sombras y se van incorporando al dibujo para crear una imagen más
real. Nos muestran primero el boceto del personaje (o personajes) que lo
conforman. A partir de él, te van mostrando otros bocetos donde van
incorporando diferentes elementos como paisajes naturales, lluvia y,
finalmente, las sombras. Vemos diferentes ejemplos extraídos de diferentes
películas como Mi vecino Totoro, Porco Rosso o La princesa Mononoke.
Es muy chulo. Lástima que las explicaciones sólo estén en japonés, aunque te
haces una idea igualmente. Como esta parte interesa algo menos a nuestros peques
decidimos pasar a una sala con más sustancia para ellos: la sala del Gatobus,
el sueño de cualquier niño que haya visto la película de Mi vecino Totoro.
Se trata de una sala donde hay una recreación del famoso gatobus en el que los
niños (repito: SÓLO los niños) se pueden montar y jugar con los makkurosuke
(las bolitas de polvo con ojos) que hay por ahí esparcidas. Hay una pequeña
cola y un par de empleados del museo que regulan el acceso y vigilan que hacen
las fierecillas dentro del autobús. Tanto David como Laura disfrutan la
experiencia un montón.
Después
subimos a la terraza superior, a la que se accede por una escalera de caracol de
hierro forjado donde nos encontramos con una estatua a tamaño real (unos 5
metros) del robot de la película El Castillo en el Cielo. Imposible no
quererse fotografiar a su lado. De nuevo tenemos que hacer cola para poder hacerlo
en exclusiva. Rápidamente se pone a llover y bajamos después de hacer
las fotos y de echar un rápido vistazo.
Empezamos a
pensar en acabar la visita (llevamos cerca de 5 horas dentro). Imposible no pasar
por su tienda; les habíamos prometido a nuestros peques comprarles algún regalito.
Tanto David como Laura se lanzan sobre los muñecos de peluche y, para nuestra
sorpresa, escogen un par de gatobuses antes que a Totoro. ¡No nos extraña! ¡Hoy
hemos tenido sobredosis de gatobus!
El camino de
vuelta a la estación de tren se pasa en un suspiro: ha dejado de llover, ya no
hay gente y los niños van emocionados jugando con sus peluches. En la estación
decidimos merendar antes de salir. Compramos unas pastas en una panadería y nos
las intentamos comer en un Starbucks con los cafés y unos vasos de
leche. A mí me pillan comiéndome un donut de chocolate y me lo tengo que acabar
fuera. La vuelta nos supone de nuevo coger unos cuantos trenes y más de una
hora de trayecto. Llegamos al hotel a media tarde y nos ponemos, con gran pesar,
a hacer las maletas. Y es que, colorín colorado, nuestro viaje toca a su fin.
Para la cena
guardamos una última sorpresa: hemos localizado un restaurante cerca del hotel donde
preparan parrilladas de carne a un precio moderado. Tienen un menú infantil muy
completo (con ese Fani cenaría) y la carne está tierna y buenísima. Yo y Fani
nos pedimos el filete más pequeño; menos mal porque son enormes. Vienen con
arroz, maíz, ensalada y sopa de miso. Añadimos refrescos y cerveza y nos queda
una última cena deliciosa. Un broche final gastronómico a la altura de un país
donde (y cito textualmente a David) “la comida es de 10”.
No nos queremos extender con el día siguiente: los viajes de vuelta son pesados (ya no llevas la emoción de la ida) y se nos hace eterno. Volvemos vía Amsterdam con la compañía KLM (como a la ida). Los horarios se cumplen a rajatabla y la comida es más que decente, aunque llega un momento en que no sabes si está comiendo, cenando, desayunando o volviendo a cenar. Al llegar a Amsterdam ya llevamos 11 horas de vuelo, pero encontramos una sala de juegos con avión a escala incluido donde los niños se desahogan entre risas y pegan una buena sudada.
Sí recordar
una pequeñita e insignificante confusión (¡Oh my god!) con el aeropuerto de
Tokio. Resulta que salimos desde el de Narita, como bien sabe Fani. Cuando yo
ayudé a escoger el hotel me alegré un montón porque teníamos tránsfer gratuito
al aeropuerto internacional. “¡Qué montón de preocupaciones nos ahorramos!” –
pensé inocente de mí. “¡Esta vez tendremos un inicio de viaje a nuestra altura!”
– rematé, infeliz de mí. Que poco podía imaginarme que cuando el conductor del autobús
del hotel nos dejaba en el aeropuerto de SALIDAS INTERNACIONALES, no se refería
al de Narita. Al llegar ya vemos que nuestro vuelo no figura en ningún panel de
salida. Pensamos que es demasiado pronto y que lo anunciarán más tarde. No es
hasta pasados 20 minutos que empezamos a tener la mosca detrás de la oreja y
que Fani va al mostrador de información a preguntar.
Fani: “Estamos
en Haneda”
Jordi: “¿Haneda?”
Fani: “Este
no es nuestro aeropuerto. Salimos desde Narita”
Miro el reloj:
son las 08:15 hrs y el vuelo sale a las 10:30 hrs. “¿Narita? ¿Y eso por dónde
queda?” Entro en pánico.
Fani: “Está a
80 kilómetros de aquí. En la otra punta de Tokio. Me han explicado donde se
compran los billetes del autobús que nos lleva hasta allí y que sale en 20
minutos”
Jordi: “¿Autobús?
Ni en broma. ¡A coger un taxi! Y ya podemos cruzar los dedos que si hay
retenciones no lo conseguiremos”
Fani: no discute.
Conclusión: 234e
Conclusión: 234e
La historia
finaliza bien, afortunadamente, después de cometer este error propio de principiantes.
¡Parece mentira! ¡Con la experiencia que tenemos! Encontramos un taxi rápido.
Las retenciones están en el otro sentido de circulación. ¡Vaya potra! Llegamos
en poco más de una hora y la broma nos cuesta la friolera de 234 euros. Y no lo
voy a negar: es la vez que he pagado con más alegría y satisfacción un pastizal
así a un taxista. ¡Casi le doy un abrazo! Fani consigue rápido un ventanal priority
de facturación y no hay colas significativas (¡vaya potra!) ni en el control de
seguridad ni en el de inmigración. Nos acaban “sobrando” quince minutitos para tomar
una especie de desayuno, aunque a mí no me entra nada. ¡Todavía tengo un nudo
en el estómago!
¡Buen viaje,
señor Spock!