18 de julio de 2019

EL MUNDO MÁGICO DE GHIBLI

En nuestro último día en Japón tenemos una sorpresa para nuestros peques. Hemos reservado una visita muy especial. Un lugar mágico donde la animación cobra vida y uno puede meterse dentro de un gatobus. Con salas de exposición muy interesantes, cámaras de proyección, luces estroboscópicas, bocetos, dibujos, maquetas y… ¡hasta un cine! Se trata del museo Ghibli.

Ya llevamos días preparando la visita: hemos estado viendo unas cuantas de las películas que forman parte del famoso estudio de animación. Son muy diferentes de las películas a las que estamos acostumbrados en occidente, pero no por ello han dejado de gustarnos. Lo que más nos llama la atención son la calidad de sus dibujos y las melodías de sus bandas sonoras; te transportan realmente a mundos de ensueño. No son las típicas películas en  las que los protagonistas son guapos, listos o extraordinariamente valientes. Son niños normales a los que les pasan cosas extraordinarias. No encasillan a nadie ni te empujan a la perfección. 

A los niños les han encantado y cuando les hablamos de ir a visitar el museo se muestran muy interesados. Si tuviéramos que quedarnos con una película sería la de Mi vecino Totoro, quizá la más emblemática de todas. Nuestros peques sólo piensan en conocer a Totoro y subirse al gatobus. 

Pero llegar hasta el museo no es nada fácil y la visita nos supone invertir la práctica totalidad del día. Se encuentra en el parque Inokashira, en el barrio de Mitaka, lejos del centro de la ciudad de Tokio. Para llegar hasta él nos toca recorrer la extensa red de trenes hasta alcanzar la línea Sobu y bajarnos en la estación de JR Mitaka (tardamos más de una hora). Después nos toca caminar un tramo de unos 20 minutos hasta llegar al museo; el paseo es bonito y tranquilo y no se nos hace pesado. El barrio de Mitaka es un barrio residencial lleno de casas y, como no tenemos prisa, no se nos hace largo ni pesado. El día aguanta: nublado (para variar) pero no llueve. Cuando nos acercamos al museo nos sorprende ver grupos de abuelos haciendo unas animadas clases de tenis, mientras un precioso cartel nos indique que el parque está ya cerca y que vamos en la dirección correcta.

Tampoco ha sido fácil conseguir las entradas. Y es que no se pueden comprar en ventanilla. Se compran por anticipado y sólo son válidas para un día concreto. Como nosotros hace tiempo que preparamos el viaje ya lo sabíamos y las reservamos desde España hace meses. ¿Hace meses? ¡Qué exagerados! Pues no. De eso nada. Si quieres ir al museo las tienes que reservar con 3 meses de antelación (al menos es la forma como las conseguimos). Y además no sirve hacerlo de forma aproximada: si decides ir el 18 de Julio las tienes que reservar el 18 de abril. Así va el tema. Si no, te quedas sin entradas. Además, tanto para hacer la reserva como luego para poder entrar tienes que enseñar el pasaporte. Y no son nada baratas (80 euros los 4). Tela marinera. Nos consolamos pensando que si cuesta tanto conseguirlas es porque lo que hacen es cribar a la gente para que puedan visitar el museo de forma más placentera en grupos reducidos. ¡Y una leche! ¿Grupos reducidos? ¿Qué es eso? La cola que nos encontramos al llegar es de órdago. “¡Pero si nosotros ya tenemos la entrada!” – le decimos a un empleado. Claro. Como todos los demás. Ya vemos que la visita va a ser algo movidita. Para variar.

Justo al entrar nos encontramos con una enorme figura de Totoro, uno de los personajes más emblemáticos del estudio Ghibli. Es imposible no esbozar una sonrisa nada más verlo. Ya podemos ver la enorme y espectacular casa – museo. Nuestras preocupaciones por la cola se esfuman rápido. La cola avanza deprisa. Son más de las 11:00 hrs y se confirma que pasaremos el día allí. ¡Hay tanto que ver! A medida que vamos entrando en la casa nos invade la sensación de que estamos dentro de una historia de animación: puertas pequeñas que sólo pueden ser cruzadas por niños, paredes curvas que crean una atmosfera única, escaleras de caracol, ascensores de otros tiempos, pasarelas, … Realmente es como entrar a un mundo de ensueño.



Aviso. No se pueden hacer fotos dentro. 
Empezamos visitando la planta baja. Allí hay una de sus exhibiciones permanentes: una enorme sala donde se nos enseña como se las ingeniaban para hacer que los dibujos cobraran vida. Con una serie de paneles y cajas con múltiples dibujos y mediante el empleo de efectos estroboscópicos, vemos como las imágenes cobran vida. Es realmente mágico. Nuestros niños flipan. Y nosotros también. La sala también muestra diferentes cámaras de proyección y te enseñan cómo se mostraban las imágenes en las salas de cine antes de la llegada de la época digital. Es alucinante ver una diminuta imagen de un dibujo proyectada en movimiento y a gran escala en la pared de enfrente. Es como viajar al pasado.

Al salir de la sala nos dirigimos a la sala de cine. Sí, tienen una. Es la sala Saturno con capacidad para unas cien personas. En esta sala proyectan cortos distintos, realizados por Hayao Miyazaki y son exclusivos para el museo (no los puedes ver en otra parte). Hacen proyecciones cada media hora. Como hay tanta gente decidimos ponernos enfrente de la puerta de la sala de cine a hacer cola con suficiente antelación (unos veinte minutos). En nada ya tenemos gentío detrás. Conseguimos entrar los primeros y nos situamos en primera fila, expectantes. Hemos visto un cartel a la entrada indicando la proyección del día y se trata ni más ni menos que del corto de Mei y el gatobús, toda una primicia. El corto nos transporta rápidamente a la película de Totoro, con los mismos personajes y la misma banda sonora: en él, Mei se encuentra con un pequeño gatobús del que no tarda en hacerse amiga con ayuda de un caramelo. No tardarán en emprender un mágico viaje a las profundidades del bosque a encontrarse con otros gatobuses y con su antiguo vecino: Totoro. La película es muy visual y casi no hay idioma, por lo que no nos cuesta seguirla a pesar de que está en japonés (no hay subtítulos). Dura unos diez minutos y se pasa en un suspiro. ¡Un pasote!

Después subimos a las plantas superiores para proseguir la visita del museo. Subimos por la escalera de caracol (sólo es de subida) y nos plantamos en otra de sus exposiciones permanentes: la recreación del estudio donde Hayao Miyazaki trabajaba. Está todo recreado con total fidelidad: mesas, libros, estanterías, lápices, pinturas, acuarelas y centenares de bocetos de sus animaciones y películas más famosas por todas partes. Hay magia en todas partes. 

Después nos damos cuenta de que empezamos a tener hambre y decidimos comer en la cafetería del museo (son casi las 14:00 hrs). Hay gente por todas partes, pero con un poco de paciencia y de mano dura de Fani conseguimos sentarnos en una mesita en la terraza exterior con unos frankfurts, unas patatas fritas y agua fresca. Es hora de cargar pilas.





Nuestra siguiente parada es una sala de exhibición temporal. En ella se nos muestra a través de dibujos que recrean escenas de las películas del estudio, como se tratan las sombras y se van incorporando al dibujo para crear una imagen más real. Nos muestran primero el boceto del personaje (o personajes) que lo conforman. A partir de él, te van mostrando otros bocetos donde van incorporando diferentes elementos como paisajes naturales, lluvia y, finalmente, las sombras. Vemos diferentes ejemplos extraídos de diferentes películas como Mi vecino Totoro, Porco Rosso o La princesa Mononoke. Es muy chulo. Lástima que las explicaciones sólo estén en japonés, aunque te haces una idea igualmente. Como esta parte interesa algo menos a nuestros peques decidimos pasar a una sala con más sustancia para ellos: la sala del Gatobus, el sueño de cualquier niño que haya visto la película de Mi vecino Totoro. Se trata de una sala donde hay una recreación del famoso gatobus en el que los niños (repito: SÓLO los niños) se pueden montar y jugar con los makkurosuke (las bolitas de polvo con ojos) que hay por ahí esparcidas. Hay una pequeña cola y un par de empleados del museo que regulan el acceso y vigilan que hacen las fierecillas dentro del autobús. Tanto David como Laura disfrutan la experiencia un montón.

Después subimos a la terraza superior, a la que se accede por una escalera de caracol de hierro forjado donde nos encontramos con una estatua a tamaño real (unos 5 metros) del robot de la película El Castillo en el Cielo. Imposible no quererse fotografiar a su lado. De nuevo tenemos que hacer cola para poder hacerlo en exclusiva. Rápidamente se pone a llover y bajamos después de hacer las fotos y de echar un rápido vistazo.



Empezamos a pensar en acabar la visita (llevamos cerca de 5 horas dentro). Imposible no pasar por su tienda; les habíamos prometido a nuestros peques comprarles algún regalito. Tanto David como Laura se lanzan sobre los muñecos de peluche y, para nuestra sorpresa, escogen un par de gatobuses antes que a Totoro. ¡No nos extraña! ¡Hoy hemos tenido sobredosis de gatobus!

El camino de vuelta a la estación de tren se pasa en un suspiro: ha dejado de llover, ya no hay gente y los niños van emocionados jugando con sus peluches. En la estación decidimos merendar antes de salir. Compramos unas pastas en una panadería y nos las intentamos comer en un Starbucks con los cafés y unos vasos de leche. A mí me pillan comiéndome un donut de chocolate y me lo tengo que acabar fuera. La vuelta nos supone de nuevo coger unos cuantos trenes y más de una hora de trayecto. Llegamos al hotel a media tarde y nos ponemos, con gran pesar, a hacer las maletas. Y es que, colorín colorado, nuestro viaje toca a su fin.

Para la cena guardamos una última sorpresa: hemos localizado un restaurante cerca del hotel donde preparan parrilladas de carne a un precio moderado. Tienen un menú infantil muy completo (con ese Fani cenaría) y la carne está tierna y buenísima. Yo y Fani nos pedimos el filete más pequeño; menos mal porque son enormes. Vienen con arroz, maíz, ensalada y sopa de miso. Añadimos refrescos y cerveza y nos queda una última cena deliciosa. Un broche final gastronómico a la altura de un país donde (y cito textualmente a David) “la comida es de 10”.


No nos queremos extender con el día siguiente: los viajes de vuelta son pesados (ya no llevas la emoción de la ida) y se nos hace eterno. Volvemos vía Amsterdam con la compañía KLM (como a la ida). Los horarios se cumplen a rajatabla y la comida es más que decente, aunque llega un momento en que no sabes si está comiendo, cenando, desayunando o volviendo a cenar. Al llegar a Amsterdam ya llevamos 11 horas de vuelo, pero encontramos una sala de juegos con avión a escala incluido donde los niños se desahogan entre risas y pegan una buena sudada.

Sí recordar una pequeñita e insignificante confusión (¡Oh my god!) con el aeropuerto de Tokio. Resulta que salimos desde el de Narita, como bien sabe Fani. Cuando yo ayudé a escoger el hotel me alegré un montón porque teníamos tránsfer gratuito al aeropuerto internacional. “¡Qué montón de preocupaciones nos ahorramos!” – pensé inocente de mí. “¡Esta vez tendremos un inicio de viaje a nuestra altura!” – rematé, infeliz de mí. Que poco podía imaginarme que cuando el conductor del autobús del hotel nos dejaba en el aeropuerto de SALIDAS INTERNACIONALES, no se refería al de Narita. Al llegar ya vemos que nuestro vuelo no figura en ningún panel de salida. Pensamos que es demasiado pronto y que lo anunciarán más tarde. No es hasta pasados 20 minutos que empezamos a tener la mosca detrás de la oreja y que Fani va al mostrador de información a preguntar.

Fani: “Estamos en Haneda”
Jordi: “¿Haneda?”
Fani: “Este no es nuestro aeropuerto. Salimos desde Narita”
Miro el reloj: son las 08:15 hrs y el vuelo sale a las 10:30 hrs. “¿Narita? ¿Y eso por dónde queda?” Entro en pánico. 
Fani: “Está a 80 kilómetros de aquí. En la otra punta de Tokio. Me han explicado donde se compran los billetes del autobús que nos lleva hasta allí y que sale en 20 minutos”
Jordi: “¿Autobús? Ni en broma. ¡A coger un taxi! Y ya podemos cruzar los dedos que si hay retenciones no lo conseguiremos”
Fani: no discute. 
Conclusión: 234e 

La historia finaliza bien, afortunadamente, después de cometer este error propio de principiantes. ¡Parece mentira! ¡Con la experiencia que tenemos! Encontramos un taxi rápido. Las retenciones están en el otro sentido de circulación. ¡Vaya potra! Llegamos en poco más de una hora y la broma nos cuesta la friolera de 234 euros. Y no lo voy a negar: es la vez que he pagado con más alegría y satisfacción un pastizal así a un taxista. ¡Casi le doy un abrazo! Fani consigue rápido un ventanal priority de facturación y no hay colas significativas (¡vaya potra!) ni en el control de seguridad ni en el de inmigración. Nos acaban “sobrando” quince minutitos para tomar una especie de desayuno, aunque a mí no me entra nada. ¡Todavía tengo un nudo en el estómago!

¡Buen viaje, señor Spock!


No hay comentarios: