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Reflexiones
Ha pasado ya
un mes de nuestro viaje a Japón y parece que haga una eternidad. ¡Es increíble
como pasa el tiempo!
Cuando echo
la mirada atrás me vienen muchos recuerdos, especialmente imágenes evocadoras y
hermosas de los muchos sitios que hemos conseguido visitar. Y digo conseguir
pues, como en casi todos nuestros viajes, al hacerlo por libre a nuestro aire
siempre cuesta más cumplir con los objetivos marcados. Es diferente de cuando
viajas programado y te lo dan todo mascado. La verdad es que nos encanta
hacerlo así, aunque sea a coste de más quebraderos de cabeza, de cometer muchos
errores y de dejarnos cosas por el camino. Pero la
sensación de libertad que te da poder diseñar tú mismo el itinerario y poder
entretenerte todo el tiempo que haga falta en hacer una determinada visita, es
realmente muy gratificante. Además, con niños es lo mejor, pues puedes adecuar
el ritmo a sus necesidades. Para el olvido quedan visitas programadas como la
de Uxmal en Riviera Maya o madrugones como los de los safaris de Sri Lanka.
Nuestra
experiencia en Japón me lleva a partir mis recuerdos en 2 y formar dos grandes
bloques. Un primer bloque con grandes ciudades y otro con un Japón más rural y
tranquilo. Del bloque de grandes urbes, con Tokio a la cabeza y seguido por
Kioto y Osaka, me quedo con la gran cantidad de gente que vive en ellas y con las
consecuencias que acarrea la sobrepoblación. Para empezar las estaciones de
tren y/o metro (especialmente las primeras) son auténticas obras de ingeniería.
Cual colmenas de hormigas, centenares de túneles y de escaleras mecánicas
conforman ciudades subterráneas donde parece imposible no perderse. Pero realmente
fue así: no nos perdimos ni una sola vez y muy pocas veces tuvimos que
preguntar nada pues estaba todo muy bien indicado. Incluso sabíamos a qué vagón
tocaba subirse con sólo mirar los dibujos del andén. Sólo nos perdimos en la
estación de Kioto y fue porque buscábamos una oficina de cambio inexistente (acabamos
cambiando la pasta en una máquina de un supermercado). Lo más bestia fue Tokio:
allí hay todo un mundo subterráneo por descubrir; de hecho, cada barrio de la
ciudad se articula a partir de la estación que le da nombre (Shibuya,
Shinjuku, Ueno, …). En las grandes ciudades descubrimos restaurantes pequeños
donde encontrábamos una barra cerca de las planchas y de los cocineros (la gente
come así con total naturalidad) y un pasillo con 4-5 mesas a lo sumo, donde a
veces conseguíamos sentarnos. Nos pasó especialmente en Tokio donde acabábamos
escogiendo un restaurante en función del espacio interior y no de la carta (en Shinjuku
directamente fue imposible encontrar un local que tuviese una mesa para
nosotros, aunque era sábado por la tarde y había gente por todas partes). En Osaka
nos encontramos con una situación muy curiosa: allí las calles del barrio de
Dotombori constituían una carta en sí, con decenas de locales especializados en
un plato en concreto y que te invitaban a picotear en medio de la calle; para
el recuerdo quedan las tapas de cangrejo y las de pulpo en medio del gentío. De
las grandes ciudades nos quedamos con Kioto y sus templos, especialmente los
Pabellones dorado y de plata y el paseo de los filósofos, aunque nos faltó ver
cerezos en flor. De Gion nos quedamos con que es casi imposible ver una Geisha
(las pudimos ver de reojo subiéndose a algún coche) y que hay una enorme oferta
de restauración, aunque cara. Para el recuerdo queda el intento de ascensión al
Fushimi Inari con nuestros peques a cuestas (se portaron como unos campeones y
conseguimos llegar muy lejos) y el precioso jardín del Santuario Heian que
recorrimos en solitario y con toda la familia saltando las piedrecitas del estanque.
Aprendimos algo de jardines zen en el templo Ryoanji y conseguimos ver una bonita
puesta de sol desde el templo Kiyomizudera a pesar de que las obras de su edificio
principal deslucieron algo la visita.
El segundo
bloque de Japón, el rural, es el que realmente me permite evocar recuerdos más
hermosos rodeados de una naturaleza exuberante. A la cabeza figuran Miyajima,
Nara y Nikko; de los 3 nos quedamos con el primero sin dudarlo pues había mucha
menos gente y, como decidimos pasar la noche allí, pudimos entretenernos más. El
añadido de un templo sobre las mareas, de una bonita excursión a la montaña en
funicular y de una puesta de sol sobre el gran Torii flotante hacen el resto.
De Nara nos quedamos con sus ciervos, que literalmente hicieron enloquecer a
nuestros peques, con el Gran Buda del templo Todaiji y con las miles de
lámparas del santuario Kasuga Taisha. De Nikko nos quedamos con las
tallas de sus santuarios y con los guardianes de las puertas de los mausoleos
en un entorno natural muy evocador, oso incluido. Si añades la visita al pueblo
de Shirakawago, los castillos de Himeji y de Matsumoto y la reserva de Monos
del parque de Jigokudani nos queda el bloque más potente y preferido de los 2.
En un segundo plano quedan Takayama y Kanazawa que no nos sorprendieron tanto
como esperábamos, lo cual da una idea del nivel de los lugares que visitamos. Aunque
no dejamos de subir a trenes, las visitas fueron más tranquilas y la gente
mucho más accesible que en las grandes urbes. Eso no quita que entienden menos
inglés de lo que nos pensábamos y de que, si te despistas y te da por buscar un
restaurante pasadas las 14.00 hrs, te puedes llevar alguna que otra sorpresa en
forma de cierre.
Alojarse en
un ryokan es una experiencia más que recomendable, especialmente si tienes la
suerte de encontrarte con uno regentado por lugareños y tienes el local para ti
solo. Eso es lo que nos encontramos en Yudanaka y fue todo un gustazo. Se puede
explorar el parque de los monos en excursión de un día desde Nagano (mucho más
barato) pero si lo hubiéramos hecho nos habríamos perdido una de las estancias
más mágicas de todo el viaje. Mención especial para el baño termal familiar
tras la larga excursión y las excelentes cenas con que nos obsequiaron sus
propietarios. ¡Y al fin conseguimos dormir como dios manda en unos futones!
El clima fue
bastante agradecido. Viajar a finales de junio y la primera quincena de julio
nos obsequió con el final de la época de lluvias y un tiempo en general
bastante nublado que, a pesar d ela humedad reinante, hicieron que las temperaturas
fueran más llevaderas y pudiéramos ir cumpliendo con los objetivos marcados sin
tantas dificultades como nos imaginamos inicialmente. Eso sí, muchas veces
tuvimos que ir con los chubasqueros y los paraguas en las mochilas y las
visitas de los templos de Tokio y a la Tokio Skytree quedaron bastante deslucidas.
Hubo días en los que hechamos de menos algo más de sol, aunque eso nos hizo
disfrutar más de él los días en los que apareció, como en Shirakawago o
visitando el castillo de Matsumoto sin ir más lejos. Abstenerse de viajar por
estas fechas si quieres disfrutar de los cerezos de flor o de montañas nevadas.
Del japonés
en general diría que es muy educado y que suele cumplir con las normas a
rajatabla. Nos sorprendió ver poca policía en los lugares públicos (a
diferencia de otros países donde te encuentras hasta con militares para
garantizar la seguridad). Es un país donde es muy difícil que te roben, como
pudimos comprobar. No estamos diciendo que sea imposible, pero nos dio una gran
sensación de seguridad. La gente es muy servicial para con el turista; en
general se disculpan siempre si creen que algo puede no ser de tu agrado. El
caso más bestia lo vivimos en un pequeño local cerca de la estación de Nagano,
donde el chaval que nos atendía se disculpó por tardar 8 minutos en servirnos
la comida. En los vagones todo el mundo suele estar en silencio y si tienes que
contestar una llamada tienes que salir al espacio reservado entre vagones. En
muchas ocasiones (los viajes en tren son largos) nos costó mantener callados a
nuestros peques. Sentimos una sensación similar en los restaurantes, aunque
algo menos ya que en silencio no comen (¡menos mal!).
En las ciudades
y, especialmente en sus centros comerciales, se transforman. La fiebre
consumista ha hecho mella en ellos y cuando entramos en las superficies comerciales
flipamos. Van en masa y recorren los pasillos de los locales con listas donde
apuntan los objetos codiciados (lo de las figuras de anime es digno de mención).
Vimos gente disfrazada de personajes de anime (como no podía ser de otra
manera) y colas para comprar, para pagar o incluso para coger un ascensor. El
cruce de Shibuya es una metáfora de la vida en la gran ciudad y escenifica todo
lo que intento transmitir. Destacar las “quedadas” de gente en las inmediaciones
de las estaciones de metro, con uno o dos móviles en la mano, para jugar a
juegos on line. Pudimos comprobar en primera persona como la caza de
Pokemons sigue muy vigente en el país del sol naciente.
El tema de
los lavabos merece una consideración especial. La verdad es que empiezo a pensar
que el estado de los aseos públicos dice mucho de la gente de un país. En
general estaban todos muy limpios y los había por todas partes y sin coste
alguno; nada de moneditas ni señoras parapetadas a la entrada esperando con un
rollo en la mano que sueltes pasta antes de entrar. Nunca faltaba de nada y
estaba todo siempre perfecto. Además, la domótica estaba muy presente con
botones para descargar la cisterna o para soltarte un chorrito de agua
limpiador en el váter. Para sorpresa de nuestros peques hasta había botones que
activaban música relajante. Y también te podías encontrar artilugios
habilitados para que pudieras apoyar a tu bebé tranquilamente mientras hacías
tus necesidades. ¡Para flipar! Otra cosa es el tema de la basura: nos sorprendió
encontrar muy pocas papeleras. ¿Y donde tira la gente las cosas? – nos preguntábamos
al tiempo que veíamos las calles limpias. Pues la respuesta es muy sencilla: la
gente se lleva su basura a su casa en bolsas. Es un tema cultural: hemos
recorrido países llenos de papeleras donde hay basura por todas partes. Lo mismo
pasa con el hábito de fumar: en este país la gente no camina por la calle con
el cigarrillo en el mano; fuman en zonas habilitadas para hacerlo en plena
calle, de pie y al aire libre. No encontrábamos cigarrillos por el suelo.
Japón destaca
por su oferta gastronómica. Hay de todo y de precios muy dispares. Sí diremos
que si te quieres pegar un buen festín en un restaurante chulo te va a salir
por un pastizal. Nosotros tuvimos que rebajar nuestras pretensiones rápidamente
en cuanto vimos los precios con que se movían los locales más turísticos. Pero
eso no impidió que encontráramos restaurantes con comida resultona y muy buena.
Nos atrevimos con casi todo, aunque la anguila nos costó lo suyo. A los niños
lo que más les gustó fueron la tempura y la carne, aunque no tuvieron problemas
en atreverse con el sushi. El sashimi les fue vetado porque no lo tuvimos claro
en ningún momento, aunque la verdad es que a mí me encantó y me puse las botas.
Cuando se nos ocurría pedirla sólo para nosotros veíamos como los trozos de carne
volaban a los platos de nuestros peques o a su boca directamente. Nos costó
encontrar fruta; casi siempre teníamos que recurrir a supermercados y mercados
donde sí la había en abundancia. Descubrimos que no hacía falta pedir agua mineral
precintada; te la sirven de cortesía y bien fresquita en todos los locales y no
tuvimos problemas de diarreas ni cosas por el estilo. De hecho, rellenábamos nuestras
cantimploras con agua del grifo. La cerveza está buenísima y entra muy bien. El
sake ya es más complicado por su alta graduación. Por cierto, los supermercados
están por todas partes, abren las 24 horas del día (no todos, pero siempre hay
alguno abierto) y tienen de todo. En algún alojamiento nos lanzamos a salir a
comprar y a hacer cena familiar cocinando nosotros; destacar la de Takayama
tras pasar por una carnicería y comprar carne de Hida.
He decidido concluir
mis reflexiones sobre el viaje haciendo un listado de las 10 mejores visitas que
hemos hecho. Pero me he dado cuenta de que no me aporta mucho hacer un listado
al uso de los mejores lugares; en Internet los hay a patadas y cada persona o
familia vive cada experiencia de forma diferente. He optado por escoger momentos
que me vienen a la memoria y que he decidido dejar por escrito para que no me
abandonen nunca; son fogonazos de vida o experiencias que habitan en mi
interior y que deseo compartir.
10.
El parque infantil de Osaka. Después de una dura
jornada visitando el castillo y el parque que lo rodea, bajo un sol abrasador y
todavía bajo los efectos del jet lag supuso todo en momentazo el parque
de toboganes y columpios que había cerca de la estación de metro. Los niños (y
los padres también) se lo pasaron en grande dejándose caer por un largo tobogán
(ríete de Port Aventura) y sin parar de correr por todas partes. Os puedo jurar
que los había visto llegar arrastrándose a la puerta del restaurante, pero de
repente sacaron fuerzas de donde aparentemente no las había. ¿Cansancio? ¿Qué es
eso?
9.
Oso en Nikko. Habíamos estado cerca de la tragedia durante
nuestra visita a Takayama, cuando nos encontramos los cárteles que prohibían la
entrada al bosque alertando de la presencia de osos. Miramos con temor al
frondoso bosque intentándonos imaginar si lograríamos salir por patas a tiempo,
en caso de vernos atacados por uno de ellos. Pero en la ladera del monte, junto
al templo principal del mausoleo de Tokugawa Iemitsu en Nikko, se nos apareció
uno (a una distancia de seguridad prudencial, eso sí). Y de tragedia nada. Bien
tranquilito y olfateando el suelo en busca de comida. De pelaje negruzco y bien
hermoso, los turistas que estábamos allí perdimos todo interés por el mausoleo y
dirigimos nuestros objetivos hacia el peludo animal. No tardaron en llegar
operarios del santuario y las fuerzas de seguridad para acordonar la zona. ¡Digno
de un CSI!
8.
Baño termal familiar. No puedo decir que experiencia es más divertida en
familia: si ver quien se mete antes o aguanta más tiempo dentro de las
ardientes aguas termales o las duchas de agua congelada que nos dábamos antes
de entrar o al salir. ¡Por no hablar de los barreños que los niños empleaban
con agilidad para remojarse entre ellos y a nosotros a traición! Risas
garantizadas. Menos mal que en el Ryokan de Yudanaka no había nadie más porque
liamos una…
7.
Tapa de cangrejo en Dotombori.
Espectacular tapa adquirida tras pasar una larga cola en uno de los puestos más
famosos del barrio de Dotombori, el del Kani Doraku. Y nos lo comimos sentados
en el mismo suelo del muelle junto al río con la yuda de unos palillos. ¡Y yo
que pensaba que a los niños no les gustaba el marisco! ¡Ver para creer! Casi
nos comemos hasta el caparazón.
6.
Puesta de sol en Miyajima. No hemos tenido mucha
suerte con las puestas de sol en Japón por la climatología. Pero nos quedamos
con la de Miyajima, con las preciosas vistas del Torii flotante y de unas pocas
embarcaciones navegando a lo lejos en el mar. Empezamos un pequeño recorrido
desde la playa y acabamos al otro extremo, tras pasar otra vez por el mágico santuario
de Itsukushima.
5.
Odaiba: Yurikamome, Gundam RX-0 Unicorn y Borderless Museum. De Tokio nos quedamos con la visita a la isla de Odaiba. ¿Quién se
puede resistir a viajar en primera fila en el tren sin conductor de la línea
Yurikamome cruzando el Rainbow Bridge? ¿O toparte con el impresionante Gundam
del centro comercial Divercity? ¿Y qué me decís del espectáculo de luz y sonido
del Team Borderless Lab Museum? ¡Hasta las lámparas cobran vida allí! Un
auténtico pasote sólo apto para frikis. Los niños se lo pasaron genial.
4.
Las patatas fritas del restaurante Komefuku. Lo
de comer ha pasado a ser importante para nuestros niños en los viajes,
especialmente para David. Será culpa nuestra… O quizá de los suegros… O quizá
sea simplemente que les empieza a gustar disfrutar con la comida y probar cosas
nuevas. Japón nos ha dado una lección de gastronomía con una cocina muy
variada, sabrosa y sana. Tempura, sushi, sashimi, niguiris, carne, sopa de
miso, … La lista es realmente interminable. Perdonádme, pero aquí me tengo que
quedar con 2 momentazos: las cenas en el ryokan de Yudanaka (con el recuerdo de
David haciendo rolls) y el restaurante Komefuku en Gion y sus platazos. Pero si
un plato sobresale de entre todos (para nuestra sorpresa) fueron las patatas
fritas del Komefuku. ¡Imposible resistirse a ellas! Ahora comer patatas fritas
nunca volverá a ser lo mismo…
3.
Las bolas de Shirakawago. En nuestro top está,
como no podía ser de otra manera, la visita a la aldea de Shirakawago,
especialmente al mirador y a su museo de casas al aire libre. Pero lo mejor fue
cuando llegó la tarde, la gente desapareció y nos quedamos prácticamente solos
recorriendo sus calles. Para el recuerdo queda el café que me tomo en una
terracita con Fani mientras nuestros niños juegan en un banco de la plaza con
los canguros de juguete que les han salido de la máquina de bolas. Poco importa
que estén cerrando el local y es que la luz está preciosa.
2.
No monkeys. Nunca una indicación negativa pudo estar más equivocada para nuestra
sorpresa y la de los turistas que nos acompañaban. De repente aparecieron los monos
en el parque de Jigokudani y se pusieron a hacer “el mono”: comer, jugar, pasear
sus crías, quitarse los piojos los unos a los otros, tomarse un baño termal,
pelearse entre ellos… En total libertad y con nosotros en medio. Máximo respeto
en un entorno alejado de los estándares consumistas habituales de los parques
de animales. Visita top en un entorno top y es que el camino de llegada
atravesando el bosque no tiene desperdicio alguno.
1. Cosas extraordinarias que solo
pasan en Nara: lo de Nara no tiene nombre. Al final lo he puesto en
primer lugar porque ha pesado mucho el brillo en los ojos de Laura y David
cuando descubrieron una infinidad de ciervos recorriendo las calles y el parque
de la ciudad, en total y absoluta libertad. La emoción en su rostro no tiene
precio. Nosotros disfrutamos de los templos de la ciudad (bellísimos) y ellos
de unos animales juguetones y pacíficos, siempre que no llevaras una galleta en
la mano. Y es que las cosas extraordinarias solo pasan en Nara (cito
textualmente a David).
Japón es luz, arte, tradición, gastronomía, magia, misterio, misticismo y lluvia.
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