5 de julio de 2022

LOS SECRETOS DE GRECIA: LA PENÍNSULA DE MANI

Después de todas las recomendaciones que recibimos ayer y de ver cómo están las carreteras en la península de Mani, decidimos que pasaremos los 2 días que tenemos por delante explorando la zona, sin ir muy lejos. 

Después de desayunar en el apartamento, nos subimos al coche y nos metemos en la carretera que sube por la ladera a la montaña interior. Seguimos las instrucciones de Nico, vamos cargados de mapas de la zona y llevamos el GPS. ¿Qué puede fallar? La carretera es muy estrecha y la pendiente es de cuidado. Menos mal que Fani ya se ha familiarizado con el coche y que tiene mucha experiencia acumulada (nos acordamos de Tardets en Francia y de Poris de la Candelaria en la Palma). El primer pueblo que nos encontramos es el de Petrovouni. Es pequeñito, aunque tiene unas vistas de la costa y del mar muy chulas. No se ve ningún turista y nos topamos con algún vecino que nos mira extrañado (“¿Y qué hacen éstos aquí?” – deben pensar). Para el recuerdo queda la señora que nos encontramos intentado sacar de su casa una antena enorme que casi mide lo mismo que ella. Escena curiosa en mitad de un pequeño pueblecito de montaña donde esperas más que una abuela lleve la bolsa del pan que una enorme antena de televisión. Las casas son de piedra, muchas de ellas con torres que recuerdan el carácter indomable de la Península. 

El siguiente pueblo ya es más grande, el de Exochouri. Nos perdemos un rato por él callejeando. Llegamos hasta una plaza junto a una enorme iglesia. Lástima que esté cerrada; por fuera es muy bonita. Después Fani se va para el coche con los peques; Jordi se queda un rato callejeando y descubre una ruta muy corta que te lleva al pueblo vecino, Nikovo, sin necesidad de ir en coche. Los niños protestan hasta que, en una callecita estrecha que hace bajada, nos topamos con una familia de gatitos. Hay hasta cinco cachorros y algunos se dejan coger. Nuestros peques flipan. Son tan mimosos. Se acabaron las protestas. Nos quedamos un buen rato allí. Pasa una vecina y se nos queda mirando, sonriendo. Ni una palabra de inglés claro. 






Seguimos la ruta en coche ya por una pista bien estrecha que sigue ascendiendo por la montaña. Fani tiene que estar concentrada. Seguimos la ruta de Nico y vamos encontrando algunos de los puntos de interés que nos marcó. El siguiente es la Torre de Kitriniari, junto a la carretera. Encontramos una zona para aparcar junto a unas cajas que han dejado allí y optamos por dejar a los niños en el coche que ya empiezan a estar cansados y hay que caminar unos metros por la carretera. Les dejamos las ventanillas abiertas y las puertas cerradas; no vaya a ser que les dé por salir justo cuando pase algún coche. La torre es chula pero sólo la puedes ver desde la carretera. Las vistas del valle son de impresión. Todo va bien hasta que descubrimos que las misteriosas cajas que había junto a la carretera son paneles de abejas. David se miraba las cajas algo preocupado y con razón. Salimos de allí pitando.


La siguiente parada la hacemos en el pueblo de Saivona. Bajamos de nuevo los papis y le echamos un vistazo rápido. Con la tontería son más de las 12:00 hrs y empieza a haber hambre. Intentamos mantener el recorrido, pero la verdad es que entre que Fani ya empieza a estar cansada (conducir por estas carreteras cansa) y que tenemos planes para la tarde decidimos iniciar el descenso hacia la costa. No tardamos mucho. ¡Con lo que nos había costado subir!

Comemos en el apartamento. El menú: pasta con atún y sandía. Todos contentos. Sobre todo los niños. 

Después de comer y sin entretenernos mucho volvemos al coche y cogemos la carretera de la costa hacia el sur. Por la mañana ya nos había llamado la atención una cala preciosa, la de Foneas. Aparcamos en la carretera; hay sitio de sobras a esas horas. Luego resulta que hay un parking unos metros más abajo, según se baja por el camino que lleva a la cala.  El problema es que después de lo vivido en Poris de la Candelaria uno ya no tiene ganas de hacer inventos por carreteritas empinadas.

La cala Foneas es un auténtico regalo. Es de piedra, pero es ancha y de fácil acceso. Hay bastante gente cuando llegamos, pero sin agobios. Nada que ver con esas playas llenas de sombrillas y tumbonas. Tiene ese azul esmeralda que uno busca siempre. Y hay zona de rocas que separa la cala en 2 zonas de baño. Nosotros probamos las dos. El agua está algo fría pero pronto acabamos los 4 en el agua (¡con el calor que hace no hay quien se resista!). Como llevamos el pequeño hinchable David y Laura disfrutan de lo lindo. En la zona de rocas y como una pequeña galería con una entrada muy chula por donde pasamos varias veces; vamos con cuidad porque cubre. De las zonas de rocas hay una por la que es muy fácil subir: Jordi se sube y se queda un rato contemplando las vistas. Pasamos un par de horas allí. Nos recuerda, salvando las distancias, alguna de las playas de Fernando de Noronha en Brasil (con más gente y a menor escala).





Después volvemos al apartamento y acabamos todos dándonos un chapuzón en la piscina. Hoy toca cenar fuera: concretamente hemos decidido repetir en la taberna Gialos por tres motivos. Tienen buen pescado, puesta de sol y hoy anunciaban música en directo. La verdad es que es una combinación infalible. Nos repartimos unas gambas, unas sardinas y unos calamares fritos rebozados con ensalada griega y vinito para los papis. Y de postre helado. En medio del restaurante se sitúan 2 músicos con sus guitarras en una mesa y se ponen a cantar canciones típicas regionales. Nos recuerdan a nuestras habaneras. Es una música muy relajante. Nosotros nos quedamos un rato escuchándolos. Los niños se van a la zona de tumbonas de la playa (están vacías) y se quedan estirados un buen rato charlando de sus cosas; la imagen es muy curiosa. ¡Qué mayores que se nos están haciendo!




El segundo día nos toca madrugar. Nos dirigimos a la zona de Diros a visitar sus cuevas. Para llegar hasta allí tardamos más de una hora con el coche y hemos reservado hora para la visita de las 10:00 hrs (se hace por la web y cuestan 15 euros el adulto y 10 euros cada niño). Al llegar comprueban que tenemos los tickets y nos hacen pasar antes de la hora prevista. La mayor parte del recorrido se hace en barca y van 6 personas y el barquero. No hace especial frío, pero tampoco hace calor. Tenemos la suerte de que los niños pequeños van delante, con lo que a nosotros nos ponen justo detrás y a la pareja que nos acompaña, detrás. Somos los que tenemos una mejor visibilidad.

El trayecto es muy bonito: es una sucesión de estalactitas y estalagmitas sin respiro alguno. Es más largo de lo que uno se podría imaginar, aunque también es verdad que la barca va muy deprisa. La pericia del barquero es espectacular: pasamos por zonas y pasajes muy estrechos y no topamos con ningún resalte por escasos milímetros. Enseguida perdemos la orientación y no tenemos idea alguna de en que dirección vamos o de si todavía nos alejamos del embarcadero o ya estamos regresando. Pero eso no le quita encanto a la visita. Lo mejor es cuando todos nos callamos y solo escuchamos el ruido de la barca o del remo sobre el agua.



Después de cerca de media hora de recorrido (que se pasa en un suspiro), queda un trayecto ya sobre tierra firme de unos 10 minutos. Aquí la cueva también es muy bonita, pero no tanto porque ya estás más cerca de la salida. A los niños les encanta. A la salida tenemos unas vistas del mar preciosas. De la playa no tanto, porque están haciendo obras. No nos entretenemos mucho y reanudamos la ruta enseguida.

Después de una media hora de coche nos detenemos a explorar el pueblo “fantasma” de Vathos. Lo de fantasma viene porque a excepción de un par de casas y del restaurante, parece deshabitado. Recorremos sus calles con tranquilidad. Nos encontramos algún que otro turista (que ha tenido la misma idea que nosotros). Algunas de las casas se pueden visitar por dentro (tienen la puerta abierta) pero están en ruinas. Hace mucho calor y los niños empiezan a protestar. A la salida detenemos el coche en un apeadero junto a la carretera y tomamos unas fotos del pueblo muy.




Reanudamos nuestra ruta por el sur de la península de Mani hasta llegar a una de sus playas más famosas, la de Marmarii. Es bastante grande y es de arena. Hay una zona con sombrillas y hamacas que depende del hotel que hay en la entrada norte. Son de pago y no nos lo pensamos: por una sombrilla y 2 tumbonas en primera línea de playa nos cobran 30 euros. Esto es como el teatro: el precio sube cuanto más cerca quieres estar del escenario. Los niños se meten en el agua sin pensárselo con el hinchable y se pasan un buen rato jugando solos. Nosotros los vigilamos desde la orilla, aunque en algún momento nos metemos en el agua a refrescarnos y a jugar con ellos. Pasamos un buen rato.





Para comer, dejamos los trastos en las tumbonas y nos vamos a la cafetería con terraza que hay cerca de la zona de las duchas. Nos pedimos un par de cockails sin alcohol (el de Fani se lo acaba tomando Laura) y unos sandwitches bastante resultones para quitar el hambre. No perdonamos el café y después pasamos otra horita en la playa. Por la tarde hay algo más de gente, pero de todos modos esto no tiene nada que ver con las playas de España: poca gente, tumbonas sólo en un lado y un único hotel en la zona. Se ve todo bastante salvaje, lo cual es de agradecer (estamos lejos de la burbuja urbanística española).  A la salida pasamos por la zona de las duchas y nos encontramos con la sorpresa de que hay un montón de abejas merodeando. Los niños no se quieren ni acercar. Al final Fani coge el hinchable como si fuera un escudo (a lo Wonder Woman) para alejarlas y ganar un espacio para que los peques se duchen lo más deprisa posible.

Son más de las 16:00 hrs y nos quedan 2 horas de coche hasta el apartamento. Nos lo tomamos con tranquilidad. Tenemos prevista una parada a medio camino cerca de una bahía muy chula con pueblos costeros muy bonitos. Nos paramos en uno de ellos, el de Limeni. Aparcamos a la salida y, a pesar de las protestas de los peques (que tienen unas ganas locas de volver al apartamento), hacemos un pequeño recorrido. La verdad es que es muy bonito, aunque está abarrotado de gente. Es muy turístico y está lleno de tiendas y restaurantes. Pedimos unos helados y nos los tomamos por el camino. Llegamos hasta un embarcadero desde donde se puede acceder al agua. Hay mucha gente dándose un baño. El agua está muy limpia y es imposible resistirse a un baño. Como Fani es la única que lleva puesto el bañador no se lo piensa dos veces. Le viene muy bien para encarar el resto de trayecto en coche conduciendo, ya más despejada.






Una vez en el apartamento ya nadie tiene ganas de piscina. Los peques descansan mientras Jordi prepara la cena y Fani empieza con las maletas. Acabamos cenando en la terraza, bien fresquitos a esas horas. Si tubiéramos que volver a planificar el viaje, pasaríamos más días aquí. Nos queda mucho por explorar y nos damos cuneta de lo poco conocida que es esta zona para el turista Español en comparación con otras zonas de Grecia. 

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