Inari
es el dios del arroz, el patrón de los comerciantes. Esto explica por qué motivo el santuario tiene
tantos toriis: son donaciones de los comerciantes que ponen sus nombres o los
de sus negocios en los torii para que el dios Inari les sea propicio. Y es aquí
donde nos encontramos una de las grandes atracciones del lugar: los torii se
encuentran a miles, uno detrás de otro, por sus 4 kms de caminos. Están tan
juntos que casi parecen formar un pasadizo techado. Recorrerlos es una
experiencia sencillamente espectacular.
Lo
que no sabemos antes de llegar y resulta una verdadera sorpresa es que, como el santuario se encuentra a los pies de la montaña, los toriis
están colocados de tal manera que “techan” muchos de los senderos que te llevan
hasta su cima. Cuando empiezas a caminar el recorrido es bastante plano y
accesible para todo el mundo ( por este motivo están abarrotados de gente), pero a
medida que empiezas a ascender por la ladera de la montaña y que la cosa se
pone cada vez más difícil (con desniveles más importantes) la gente empieza desaparecer.
Otro
de los puntos a destacar es que mientras en su base es la propia ciudad de
Inari la que envuelve el santuario, a medida que asciendes es el propio bosque
el que abraza los senderos y sus incontables torii. Nos recuerda nuestra
experiencia en el santuario Kasuga Taisha del día anterior. La
naturaleza abraza las construcciones humanas en una perfecta simbiosis.
En
la base del santuario están sus estructuras principales. Lo primero que nos encontramos
es la puerta Romon que da acceso al santuario. Después llegamos al salón
principal Honden, donde están consagradas las 5 deidades del monte Inari
(sus decoraciones son coloridas y dinámicas en un estilo que ya hemos visto en
muchos otros templos de Kyoto). Nos vamos encontrando varias estatuas de zorros
o kitsunes flanqueado pasillos y puertas de acceso: simbolizan a los
mensajeros del dios Inari. A menudo suelen tener una llave en la boca, que
representa la del lugar donde se guarda el arroz y, por lo tanto, la riqueza.
Tras
explorar el recinto principal intentamos el ascenso con los niños a la cima del
monte. Tras más de una hora de intentona conseguimos llegar a una zona
intermedia con unas vistas muy bonitas de la ciudad de Kyoto donde muchos de
los turistas que intentan el ascenso se paran a descansar y a tomar un
refrigerio. Por el camino dejamos atrás centenares (por no decir miles de
torii). Hace calor y
los niños están muy cansados a punto de montar una rebelión (los últimos tramos
de escaleras Laura los hace ya subida a caballito mío). Miramos un mapa: ¡sólo
estamos a la mitad! Después miramos los tramos de escalinatas que están por
venir: la cuesta es muy pronunciada. Optamos por desistir, como muchos otros turistas
que nos acompañan. Fani conversa con unos turistas españoles, que
llegan en el instante en que decidimos iniciar el descenso: “¿Qué hacemos?
¿Subimos o no? Falta más de la mitad, tíos…” dice uno de ellos mientras mira el
mapa. A lo que Fani contesta: “¡Uy! Nosotros hemos decidido darnos la vuelta
con los niños. ¡Ya no podemos más!”. Se quedan mirando a Fani y nuestros
niños con cara de estupefacción y después los unos a los otros. Sin decirse
nada, se ponen a subir. Normal… ¡No vas a pararte hasta donde han llegado unos
niños de 6 y 8 años!
La
bajada no tiene nada que ver con la subida; en apenas 10 minutos llegamos a la
base. ¡Con lo que nos había costado subir!
Como
son casi las 14:00 hrs, optamos por volver en tren a la estación de Kyoto para
comer allí. Encontramos un restaurante de pasta donde recompensamos el esfuerzo
de nuestros niños con un platazo de espaguetis. ¡Las sonrisas vuelven pronto a
dibujarse en sus caritas!
Hacemos
una gestión de chek in de alojamiento; en efecto hemos decidido prolongar
nuestra estancia un día más en Kyoto y el apartotel donde estamos no tiene
habitación disponible para nosotros. Nos hemos buscado otro muy cerca para no
tener que cargar con las maletas, pero las oficinas donde se gestionan las
reservas están en la 5ª planta de un edificio próximo a la estación de Kyoto.
Hacemos las gestiones de rigor, pagamos la consabida tasa turística y nos dan
las instrucciones de acceso. Por cierto, como el antiguo alojamiento no puede
guardarnos las maletas, decidimos utilizar por primera vez las taquillas que
hay repartidas en las estaciones de tren o metro de todo Japón. Usamos las de
la estación de metro de Sanjo. El sistema es muy fácil de usar y, además, las
hay enormes; nos caben todas las maletas en una sola taquilla. Tras pagar (1000
yenes) la máquina te da un tícket con un código QR que te permite abrir la
puerta para cuando quieras recuperarlas. Superpráctico.
Como
todavía nos queda tarde por delante, cogemos un taxi y nos plantamos en un
santiamén en el templo de Kiyomizudera en la zona sureste de la ciudad. Para
llegar hasta él tienes que subir por una calle peatonal, cuesta arriba llena de
tiendas y abarrotada de turistas. Nos llama la atención que hay muchos
japoneses por la zona engalanados con sus kimonos (hasta familias enteras) que
suben al recinto templario. Pero es que también vemos turistas occidentales con
los mismos kimonos (los habrán alquilado) y no les quedan tan bien.
Queda como raro (parece que vayan disfrazados).
Las
primeras edificaciones del recinto son muy chulas, especialmente la majestuosa
puerta roja Niömon o puerta Deva. Es una puerta de 10 metros de ancho y
5 de profundidad de madera de ciprés. Vemos 2 leones-perros (koma-inui)
que protegen la entrada del templo. Muy cerca hay otras puertas, una pagoda de
3 pisos, diversos salones, la torre de la campana y la zona de abluciones o temizuya
que ya hemos encontrado en muchos otros templos y que sirve para purificarse
las manos y la boca. Hasta aquí la entrada es libre, pero para poder acceder a
su famoso templo principal Hondo (el de las fotos) ya tienes que pasar
por taquilla. Es conocidísimo por su gran balcón de 13 metros de alto y
sostenido por centenares de pilares de madera de zelkova de Japón colocados de
manera tradicional y sin haberse usado ningún clavo en su construcción. Nos
encontramos con la desagradable sorpresa de que se están llevando a cabo obras
de remodelación; esta vez no tenemos tanta suerte como con el torii de Miyajima
y nos encontramos el salón principal del templo TOTALMENTE cubierto con una
lona. Afortunadamente (el que no se consuela es porque no quiere) puedes
visitar los altares de la zona de rezo y disfrutar de las vistas de la ciudad
de Kyoto y de las colinas cercanas desde una zona pequeña zona de balcón no
cubierta. La visita no da para mucho más y además ya nos empiezan a “invitar” a
irnos (son las 17:30 hrs y es su hora de cierre).
Regresamos
a pie desde el templo haciendo un pequeño recorrido por Gion, a modo de
despedida (mañana nos vamos de Kyoto). Pasamos por sus calles más
representativas intentando ver si somos capaces de cruzarnos con alguna Geisha.
No tenemos suerte. Sí nos llama la atención ver unos cuantos turistas cámara en
mano (¡cual paparazzis!) en una famosa esquina (el Gion´s corner) al
acecho de alguna Geisha. Es un poco raro, la verdad. Nos encontramos algunos carteles que te recomendaban no hacerles fotos a las Geishas sin permiso y no gritar en mitad de la calle para ahcerlo.
Nosotros seguimos nuestro camino, contemplando las fachadas del barrio que te transportan realmente a otro tiempo.
Pasamos por la estación de metro de Sanjo para recoger nuestras maletas de la consigna y nos dirigimos a nuestro nuevo alojamiento (por una noche). Resulta ser un apartamento lujoso enorme y con una domótica muy avanzada (sin ir más lejos la taza del WC se levanta sola cuando detecta que llegas; ¡no veas lo que puede acojonar el tema hasta que te acostumbras!). Cenamos a modo de despedida en nuestro restaurante favorito (el Komefuku) y obsequiamos a nuestros peques con una buena peli estirados en las supercamas de nuestro apartamento de lujo. Les ponemos “La Historia Interminable” que David nos dice que la empezó a ver en el cole pero que se quedó con ganas de ver el final. A Laura le encanta. ¡Y a nosotros también! ¡Qué recuerdos! ¡Y qué olvidada que la teníamos!
Nosotros seguimos nuestro camino, contemplando las fachadas del barrio que te transportan realmente a otro tiempo.
Pasamos por la estación de metro de Sanjo para recoger nuestras maletas de la consigna y nos dirigimos a nuestro nuevo alojamiento (por una noche). Resulta ser un apartamento lujoso enorme y con una domótica muy avanzada (sin ir más lejos la taza del WC se levanta sola cuando detecta que llegas; ¡no veas lo que puede acojonar el tema hasta que te acostumbras!). Cenamos a modo de despedida en nuestro restaurante favorito (el Komefuku) y obsequiamos a nuestros peques con una buena peli estirados en las supercamas de nuestro apartamento de lujo. Les ponemos “La Historia Interminable” que David nos dice que la empezó a ver en el cole pero que se quedó con ganas de ver el final. A Laura le encanta. ¡Y a nosotros también! ¡Qué recuerdos! ¡Y qué olvidada que la teníamos!
La
película es como Kyoto: hay tantos templos que no los podrías ver ni en un mes
entero. Ciertamente, Kyoto es interminable.
¡Qué
pena que nos tengamos que ir!
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