1 de julio de 2019

EL NIÑO DEL SHOGUN Y EL POSO DE MISO ABANDONADO

En nuestro tercer día en la ciudad decidimos seguir explorándola y recorrer más puntos clave. De nuevo está muy nublado y hay ratos en que se pone a llover aunque de forma intermitente. Como ya empezamos a saber de qué va esto, cogemos los paraguas y ni nos inmutamos.
Empezamos visitando el Castillo de Nijo, un perfecto ejemplo de la arquitectura de los “castillos palacio” del Japón del período Edo. Efectivamente no es un castillo al uso (como el que visitamos ayer en Himeji por ejemplo); es más un palacio, aunque tiene un foso y el recinto está amurallado. Fue construido en 1603 como residencia del primer shogun del período Edo (Tokugawa Ieyasu) y fue utilizado por la familia Tokugawa desde entonces hasta la abolición del shogunato en 1867. Ahora es propiedad de la ciudad y se puede visitar. La entrada principal se encuentra al este y tienes que pasar por la impresionante puerta Karamon. Como llueve bastante en ese momento, todos los turistas que estamos allí con los paraguas abiertos contemplándola con los ojos como platos. Desde la puerta y, tras pasar por un patio interior, se llega al palacio Ninomaru. Está cubierto (nos viene de perlas) y te obligan a descalzarte (ya nos empezamos a acostumbrar, especialmente nuestros peques). Su principal atracción son las salas tatami, con techos y puertas correderas de estilo japonés bellamente decoradas (desgraciadamente no te dejan hacer fotos) y los suelos de ruiseñor que chirrían cuando uno pasa por encima (hay muchas teorías al respecto, aunque la que nosotros “vendemos” a nuestros peques era la de que de esta manera se alertaba de la presencia de intrusos dentro del palacio por muy sigiloso que fuera el ninja que intentara entrar).



Pasan varios guías con grupitos de gente, pero uno de ellos habla en castellano y nos acercamos “un ratito” a enterarnos de 4 cositas: los tatamis están hechos con tejidos de paja (se emplea para revestir suelos y por norma general tienen una medida estipulada: 182 cms de largo y 91 cms de ancho). En Japón se emplea como medida de extensión de un cuarto o salón (como nosotros los metros cuadrados). Cuando te vas a comprar un piso te viene en número de tatamis. Ahora entendemos por qué razón se llamaba al pabellón Senjakaku de Miyajima, el de los mil tatamis aunque no se viera ninguno. Los salones iniciales se empleaban para recibir las visitas. Por este motivo sus paneles presentan tigres como motivo de decoración principal: para impresionar a todo aquel que viniera a visitar al shogun. En estas salas se les desarmaba antes de pasar a la gran sala de recepción; allí podemos apreciar cómo en el lugar en que se sentaba el shogun el techo se alza más elevado y hay una pequeña zona donde estaba el niño del shogun, cerca una puerta corredera. Nos explican que si a alguno de los visitantes se le ocurría hacer algún gesto que denotara hostilidad, el niño del shogun tenía como función alertar a los samuráis que se encontraban detrás de la puerta para que le dieran su merecido. Pasada esta sala ya nos encontramos con salas más pequeñas residenciales: aquí los motivos decorativos son más minimalistas, con elementos florales, árboles y aves de todo tipo. Nos explican que en aquella época no se solía emplear mobiliario: se colocaban los tatamis y poco más. La visita es muy interesante y tardamos cerca de una hora en hacerla. Al salir, nos encontramos con la sorpresa de que ha dejado de llover. Aprovechamos para visitar los jardines que rodean tanto el palacio de Ninomaru como el del palacio Honmaru (éste último no se puede visitar) y nos tomamos un refrigerio en una bonita casa de té tradicional que nos encontramos por el camino.


Al salir nos montamos en un taxi y le pedimos que nos lleve a la zona noroeste de Kyoto donde nos espera uno de los templos más famoso de la ciudad y visita obligada: el templo Kinkaku-ji o Pabellón Dorado. Se trata de un templo zen que tiene la particularidad de tener las paredes exteriores de las 2 plantas superiores recubiertas con pan de oro. Fue construido en 1397 como villa de descanso del shogun Ashikaga Yoshimitsu y se convirtió en un templo zen en 1408 después de su muerte. Nos damos cuenta de la importancia del lugar nada más llegar y es que hay gente por todas partes. A pesar de su belleza intentamos no perder de vista en ningún momento a nuestros niños y es que con tanta gente cualquier precaución es poca. Nada más entrar en el recinto del templo nos encontramos con el estanque llamado Kyoko-chi o Espejo del Agua: está repleto de islas, piedras y pinos de estilo japonés. Lo más espectacular es poder apreciar el reflejo del templo dorado principal sobre sus aguas. Al ir acercándonos, podemos ir viendo con más detalle la preciosidad del templo. La primera planta no está recubierta por pan de oro y es de estilo japonés con pilares de madera y paredes blancas. Las 2 plantas superiores si son doradas. En la cima encontramos una estatua del fénix chino, también en dorado. El recorrido sigue por la parte trasera del templo hasta acercarte a los jardines y a algún conjunto residencial aislado, aunque de menor interés.



El tiempo aguanta y hasta sale un poco el sol. Nuestros niños siguen portándose como unos campeones, y eso que son más de las 14:00 hrs. Al salir encontramos un restaurante amplio y con menús tanto para adultos como para niños con precios correctos. No nos lo pensamos 2 veces. Pedimos uno de los menús de mediodía: nos lo sirven compartimentado dentro de una especie de bandeja – tocador, donde encuentras los diferentes ingredientes en estantes distintos. El nuestro incluye hasta una pequeña cazuela que nos permite hervir la carne. Está todo muy bueno y nos lo comemos todo. 


Dentro del menú infantil están incluidas las famosas raciones de sopita de miso que tanto le están gustando a David, con la excepción del poso. ¿Imaginad quién se va acabando los posos que va dejando David en el fondo de los cuencos? 

Ya repuestos decidimos ir andando hasta el siguiente templo (son unos veinte minutos, pero el clima es agradable y la pendiente hace bajada). David hace las veces de guía con la ayuda de mi teléfono y del Google Maps.
Nuestra siguiente parada y ya la última (son las 15:30 hrs y los templos suelen cerrar casi todos a las 17:00 hrs) es el templo Ryoanji. Se trata de un templo zen, cuyo principal atractivo es su jardín seco o karekansui. Se trata de uno de los jardines secos más famosos de todo Japón, tiene forma rectangular y está compuesto por 15 rocas situadas sobre pequeños círculos de musgo rodeados de arena rastrillada y encerrado por 3 paredes de piedra y la zona de observación, donde los visitantes nos vamos colocando a mirarlo sentados tranquilamente (lo de tranquilamente es un decir porque nosotros tenemso a nuestras fierecillas dando saltos por el complejo). Hay muchas teorías sobre el significado del diseño del jardín y aunque uno no sepa muy bien que se supone que está viendo, la idea es que uno se quede allí sentado y se deje llevar por la atmosfera del lugar. Es posible que muchos lo consigan; está claro que nosotros no. El jardín se observa desde la antigua residencia del monje superior, el Hojo. Para entrar en ella hay que descalzarse. A nosotros lo que más nos llama la atención del sitio son los jardines que rodean el templo y su enorme estanque. Sencillamente espectaculares.


Al salir del templo ya es tarde, los niños están muy cansados y les recompensamos con un helado. Descubrimos que hay línea de autobús JR que contecta los templos de la zona noroeste con la estación central de Kyoto. No nos lo pensamos 2 veces y nos subimos en uno. Nos sentamos fresquitos y Laura se queda dormida en brazos de Fani. Al llegar a la estación de Kyoto nos perdemos en su inmensidad intentando cambiar moneda. A diferencia del aeropuerto (donde te llegaban a atender hasta 4 personas, te obligaban a enseñar el pasaporte y estabas rodeado de cámaras de seguridad) resulta que en el resto de la ciudad puedes cambiar dinero ¡en cajeros automáticos! Lo acabamos haciendo en el cajero de un supermercado. Aprovechamos para comprar algo de fruta, un bien escaso en este país y especialmente si quieres evitar pagarla a precio de oro (no hay más que ver la cantidad de fruta que te ponen dentro de los menús o a que precio está en los puestecitos de la calle).

Por la noche los niños amenazan con llevar a Fani al inframundo del restaurante habitual. Ésta se rebela y decide cambiar de lugar. Nos vamos al restaurante Komefuku, situado muy cerca del principio de la calle Pontocho (en su zona norte). Resulta ser todo un descubrimiento. Pidas lo que pidas está todo buenísimo: la tempura, el edamame (las judías verdes), la carne, … Mención especial para el sashimi y la salsa que lo acompaña. Jordi no deja ningún trozo y eso que se pide la ración grande. La salsa especial que lo acompaña está de cine. Y no veas lo crujientes y sabrosas que están las ¡patatas fritas! Disfrutamos los 4 y nadie se acuerda de las aventuras del inframundo. ¡De la que se ha librado mamá Fani!



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