Este año la pandemia por el virus SARS-Cov2 nos ha quitado muchas cosas. No hace falta hablar de cúantos abrazos nos hemos perdido. Eso es poco importante. A riesgo de parecer poco romántica me parece insensible quejarme de eso, teniendo en cuenta la cantidad de daños, llamémoslos, colaterales, que ha causado. Pero no quiero hablar de eso, no. Quiero dar gracias por la oportunidad de pasar más tiempo con mis hijos y de leer bajo el sol de mi terraza.
Como todos los años, habíamos planeado unas grandes vacaciones con los peques, un gran viaje que esperará un año más ( no digo a dónde para hacerme la misteriosa ). Pero lógicamente nos hemos visto forzados a cambiar de planes. Así que hemos llenado el coche de maletas y cachibaches y hemos improvisado en menos de una semana, una ruta por los Pirineos.
Nuestra primera estancia la hacemos en Loarre, en la provincia de Huesca, situado a los pies de la sierra y del castillo que llevan su mismo nombre. Y es que hace unos pocos días que encontramos alojamiento en un bungalow del camping de Loarre. El camping no es muy grande y además hay poca gente. De fábula. La piscina está cerrada (consecuencias del dichoso COVID) pero los niños se lo pasan de cine igualmente haciendo pequeñas incursiones por los alrededores del bungalow. No es que esté muy limpio pero la verdad es que el bungalow es muy funcional y el precio muy bueno por lo que no podemos quejarnos. Aquí estaremos un total de 4 noches; no conseguimos cenar en nuestra terracita hasta la tercera por culpa de una inoportuna lluvia vespertina la primera noche y el airecillo de la sierra la segunda).
Tras
el viaje en coche del primer día, decidimos hacer una primera excursión cerca
de nuestro alojamiento: optamos por explorar Los Mallos de Riglos, en el
prepirineo aragonés. Estos gigantes de roca forman una muralla de hasta 275
metros de altitud y suponen una puerta natural que separa el llano (al sur) de
las grandes cumbres pirenaicas (al norte). De nuestro alojamiento al pueblo de
Riglos hay apenas media hora de coche. El pueblo es bien pequeño;
conseguimos dejar el coche en uno de los aparcamientos que hay a la entrada.
Hace fresquito así que sacamos las chaquetas y nos ponemos en marcha. De las
rutas de senderismo que hay en la zona nosotros escogemos la que a priori está
considerada como más sencilla y que se vendía como EL CAMINO DEL CIELO, un “agradable
paseo de media jornada por una ruta circular de escasos 5 kilómetros”.
¿Suena bien, verdad?
Para encontrar el principio de la ruta, hay que dirigirse hasta un cruce de calles en el que unos carteles nos indican el comienzo de la senda. Hay que ir al este para hacerla bordeando las montañas en el sentido contrario de las agujas del reloj, que es como es más natural (aunque nos encontramos gente haciéndola en el sentido inverso). En pocos minutos salimos del pueblo y nos encontramos (al oeste) con unas bonitas vistas de los Mallos de Riglos. La verdad es que es fácil de seguir ya que está señalizada con 2 trazas de pintura de color azul; Laura se entretiene durante parte del trayecto enseñándonos orgullosa las marcas que va encontrando. El camino inicial es muy cómodo y nos conduce, tras pasar por un desvío a la izquierda, hasta unas moreras (¡riquísimas!) y a un estrecho sendero por donde empieza una subida constante, en zig zag. Es un terreno de arbustos sin sombra; así que a ponerse crema solar y a cargar en las mochilas la ropa de abrigo.
Aparte
de las impresionantes vistas de Los Mallos, llaman la atención los buitres
leonados que sobrevuelan la zona de forma majestuosa. Nos quedamos
boquiabiertos contemplándolos. Hay muchos.
A medio ascenso (nosotros tardamos una horita en llegar) nos encontramos un pequeño mirador con buenas vistas. Paramos a comer unos pistachos y tomamos fotografías.
El
sendero sigue ascendiendo sin piedad y nuestras piernas empiezan a notarlo.
Nuestro peques también; empiezan a aparecer las primeras quejas. La verdad es
que lo de paseo agradable habría que revisarlo. Después de superar este segundo
tramo llegamos a un prado conocido como Campo Roseta, con una bonita
cabaña a nuestra derecha y el mirador de Espinabla situado a la izquierda. Las
vistas son realmente impresionantes desde este punto, en la parte trasera (cara
norte) de los Mallos. No sabemos decir qué llama más la atención: si las
enormes moles de piedra que tenemos justo enfrente o el río Gállego surcando la
inmensa llanura. En todo caso vale la pena entretenerse un rato.
Después
seguimos por la senda trazada y ascendemos un rato más, aunque por un
camino con mucha menor pendiente. Las quejas de nuestros peques siguen
aumentando y con razón. Les habíamos vendido una agradable ruta circular de 5
kilómetros y nos tenemos que tragar nuestras palabras con patatas (o mejor
dicho: CON PISTACHOS). La verdad es que se portan como unos campeones.
No
tardamos en iniciar el descenso por ladera oeste. Y la verdad es que llegados a
este punto se entiende perfectamente que se recomiende hacer la ruta en sentido
contrario a las agujas del reloj. El desnivel es mucho más pronunciado. Es
mediodía y hace un calor de mil demonios; no hay más que ver las caras de la
gente que nos encontramos haciendo el ascenso. Aunque nosotros no creo que
hagamos mejor cara, la verdad. Nos encontramos bastantes zonas con piedra
suelta y todos sufrimos algún que otro resbalón, aunque afortunadamente,
ninguno de importancia. A media bajada nos encontramos con un último mirador,
situado en un pequeño promontorio de arena que nos regala unas últimas vistas
de escándalo.
La
parte final se hace interminable: no se puede bajar deprisa por las dichosas
piedrecitas y nuestras piernas empiezan a pasarnos la factura. A Laura le salen
ampollas en las puntas de los dedos de los pies durante la bajada. Le
prometemos lo que quiera con tal de no tenerla que cargar a cuestas. Lo
conseguimos. Sí.
Decidimos
comer en Ayerbe, situado a 15 minutos de Riglos. Llegamos hambrientos y medio
desfallecidos cuando son casi las 3 de la tarde. Nos metemos sin pensarlo en el
restaurante O´Callejón de Belchite y tenemos la suerte de que tengan una
mesa libre disponible. Las decenas de personas que lo intentan durante la media
hora siguiente no tienen tanta suerte. La comida es realmente impresionante con
el cocinero y su parrillada enfrente nuestro. Nada como una excursión exigente
para hacer mejor una comida de primera.
Aprovechamos
nuestra parada en Ayerbe para pasar por su supermercado local y la panadería de
su plaza (la Gracia Badhi) donde compramos un pan y una coca de azúcar típica de la zona para la merienda de primera.
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